lunes, 29 de noviembre de 2010

PILAR RUIZ - HECHIZO



HECHIZO

Aun sintiéndome tan abatida, jamás debí claudicar cediendo a aquella invitación. Se trataba de un  aromático líquido verde, que ingenuamente confundí con un inofensivo licor de manzana. Al ingerirlo, los temblores y el frío se apoderaron de mí. No era para menos, pues en ese preciso momento microscópicas y verdaderas brujas de los pantanos penetraron en mi cuerpo. Estaba aterrada. Durante años busqué ayuda para deshacer el maléfico hechizo. Numerosos libros de magia pasaron por mis manos. No fue nada fácil. A día de hoy aún quedan restos del maleficio en mi interior. Las microscópicas brujas de la depresión aún habitan en mí.


domingo, 21 de noviembre de 2010

DORA MUÑOZ



Fogonazos de metralla


¿Quién será esta señora que está tan segura de que nos conocemos? Como no parece que vaya a cejar en su empeño le diré que sí, que ya la recuerdo. Pero no, no le basta, ahora quiere saber quién es. ¿Y eso tengo que decírselo yo?, pues que lo diga ella, a ver quién la va a conocer mejor que ella misma. Aunque ahora que la miro, me recuerda a una novia que tuve hace años. ¿Qué debió ser de ella?, tengo que preguntárselo cuando la vea.
–Me recuerda usted a Lupe, una enfermera que conocí cuando me ingresaron en el hotel Palace de Madrid, que habían convertido en hospital. Llegué allí con la pierna derecha destrozada por la metralla. Acababa de cumplir 18 años y hacía menos de dos meses que habían reclutado a mi quinta, la del biberón.
Seguramente fue una suerte caer herido, muchos de mis compañeros murieron después en el frente a donde yo ya no volví. Lupe también era muy joven y era mi enfermera. Cuando llegué los médicos sacaron la metralla y al cabo de unos días decidieron que tenían que cortarme la pierna. La insistencia de Lupe en que esperaran un poco para ver cómo evolucionaban las curas que ella me hacía convenció al médico, a pesar de creer que eso iba a alargar mi estancia en el hospital, donde las plazas eran tan necesarias. Lupe tuvo razón, su dedicación a mis heridas consiguió que mi pierna se recuperase. Por la mañana me curaba a mí el primero y luego seguía con los demás heridos. Había muchos, españoles y extranjeros, todos jóvenes, pero ninguno más que yo. Nos enamoramos, aunque nuestra relación duró solo mientras estuve allí: casi un mes. Después me mandaron a casa como mutilado de guerra. No volví a verla. Ahora la veo bastante, viene a verme de vez en cuando con su cofia y su delantal bien blancos, y la capa negra de paño grueso, la misma con la que se tapaba entonces por las noches, cuando todos dormían y se acercaba a estar conmigo un rato.
Vaya, parece que no le ha gustado la respuesta, pone cara de impaciencia y dice que piense bien, que haga un esfuerzo para recordar. Le voy a hacer caso, la pobre parece que está a punto de echarse a llorar, así que la miro e intento hacer lo que me dice.
–¡A ver si va usted a ser la madre de Rosa!, porque se parece mucho a ella. Pero no, no lo es, seguro, ella siempre va vestida de negro y sería imposible que se pusiera ese vestido de colores que usted lleva. ¿Usted conoce a Rosa?, es mi novia. Recuerdo el día que la conocí. Al acabar la guerra, como no podía trabajar en el campo por lo de mi pierna, me fui a Barcelona a casa de unos tíos que tenían un bar. Yo no hacía más que trabajar, salía poco, alguna vez a dar un paseo con mi amigo José. Una vez por semana íbamos al cine. El cine me gusta mucho. ¿Ha visto Gilda?, esa sí que es una buena película, debería ir a verla. ¿De qué hablaba?, ¡ah, sí!, de cuando conocí a Rosa. Fue en la cola del cine, ella iba con unas amigas, yo con José, y no sé cómo empezamos a hablar. Siempre había pensado que, con mi cojera, no iba a encontrar novia, pero ya ve, con Rosa llevo ya varios años de noviazgo y cada día nos queremos más. Es guapísima, mucho más que su madre. Bueno, perdone, no es que su madre sea fea, es que Rosa la supera con creces aunque se parezcan en algunas cosas. Ese color de ojos, entre verde y azul, que es el mismo que tiene usted, o su nariz un poco respingona. Pero mi Rosa no tiene ese pelo tan crespo o esa forma de mirar que veo también en usted. Además Rosa es dulce y reposada, no como su madre, avinagrada e impaciente. A usted también la veo un poco acelerada, ¡cálmese mujer! Por cierto, hace días que no veo a Rosa, ¿qué le pasará?
–Entiendo que la pobre ponga mala cara, incluso que se enfade. Compararla con mi futura suegra no ha sido una buena idea, pero ¡mira que se parecen!
–Bueno, mujer, no se ponga usted así. Por cierto, ¿usted tiene hijos? ¿Sí? Pues, ande, hábleme de ellos, serán de mi edad, supongo. Igual es usted la madre de alguno de mis amigos y ahora mismo no acierto a reconocerla...
Sigo esforzándome, escarbando en mis recuerdos, me aparecen caras de niñas, bebés que gritan muy fuerte, gente sentada a una mesa, discusiones, fiestas... Pero todo desaparece antes de que pueda reconocerlo, todas las caras que me esfuerzo en recordar desaparecen entre los estallidos de las bombas y las granadas, entre los disparos y la metralla que las alcanza. Mientras, ella, impaciente, empieza a hablarme.
–¿Pero qué tonterías está diciendo? ¡Esta mujer está loca! ¿Por qué la he dejado entrar?
–¡Ah no, eso sí que no!, si se pone usted así ya mismo se va yendo, ¿cómo va usted a ser mi hija si es tan vieja como mi suegra? Y de todas esas tonterías que dice usted, de viejos y muertos e hijas y nietos, voy a hacer como que no la he oído, que me parece que no está usted bien de la cabeza.
–Sí, que se vaya y me deje solo, aquí, con Rosa y Lupe, las mujeres de mi vida, las únicas cuyas caras puedo evocar sin que desaparezcan entre fogonazos de metralla.

domingo, 7 de noviembre de 2010

LAS CIUDADES INVISIBLES - ITALO CALVINO



LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 2

Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad.  Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos.


DE LAS CIUDADES INVISIBLES.   ITALO CALVINO.

DULCES CARNALIDADES - GUILLERMO HERNÁNDEZ



DULCES CARNALIDADES 

Sin un caballero que la guíe, ella baila sola. Su desnudez incita al viento a rozarla suavemente, sus caricias la estimulan a girar en el aire; flota, avanza sensual, gira una vez más y se agita, toca el piso y se revuelca. Nuevamente se eleva y muestra vanidosa su cuerpo excitado; sin tapujos ni tabúes ella se muestra al mundo como es: frágil e insignificante. En su recorrido lujurioso  ellos se encuentran  a un anciano que es arrastrado por el tiempo; sin decir ninguna palabra ella abandona a su compañero,  rodea al anciano con su baile místico y se abraza  ilusionada a su pantorrilla. La bailarina que no sabe nada de relaciones personales, es rechazada con un movimiento juvenil.  El viento que es un amante rencoroso la retoma, la estruja, la revuelve frente al viejo y la estrella en su pecho; ella que no tiene prejuicios, coquetea abiertamente con el anciano molesto, levanta sus cuatro puntas, le muestra orgullosa su forma arrugada por el uso, y las marcas que deja el pavimento. El anciano  cansado de las mujeres livianas, la desprecia  con un manotazo que la hace caer al piso. La bailarina que no sabe nada del rechazo, se incorpora, se infla y le ruega a un remolino  que la ayude a alcanzar al hombre  que la puede salvar del olvido.
El anciano, igual que muchos hombres que no entienden los juegos del amor, se indigna al sentir el golpeteo de la bailarina en su nuca, se agacha para disuadirla pero ella se contonea aún más, gira alrededor de su cabeza, se afana en llamar su atención, le susurra en los oídos que disfrute de su liviandad. El anciano por su parte, parece que espanta a una mosca gigante, mueve sus brazos de un lado a otro, brinca y se retuerce sobre su bastón, le grita maldiciones e intenta correr para librarse del acoso. Para su mala fortuna, los solitarios por naturaleza tienden a  voltear hacia atrás, ella  aprovecha esta debilidad para aferrarse al rostro sinuoso del anciano.  El hombre al sentir el plástico  impidiéndole la respiración, se llena de ira  y de pánico. Sus pulmones se estremecen, su corazón se agita, la falta de oxígeno le provoca vértigo, recuerdos, alucinaciones, la sensación de encierro de su primer  matrimonio y el horror de morir asfixiado. Ella que no sabe nada de la muerte, queda anclada en las delicias de la carne, la atrapa  el calor de la piel, el roce de los  labios, la textura de la lengua y el placer  de  la humedad, una humedad que la hace olvidarse de su gentil vuelo; tras un gran esfuerzo el viejo logra arrancarse la bolsa de la cara, queda encorvado, sin  aliento, maldiciendo la promiscuidad de las damas libertinas. La bolsa de plástico que no sabe nada de la fidelidad, se entrega a la inercia, que la mece en sus brazos mientras el viento se lo permite.



Guillermo Hernández
Taller de los jueves

sábado, 6 de noviembre de 2010

LA CENA - RONNIE RADÓ



La cena



Una vez oí de alguien más inteligente que yo que el odio no es más que nuestra proyección frustrada en otra persona. El odio se enciende cuando inconscientemente tratamos de ver en el otro sujeto rasgos nuestros, y el resultado no es el que desearíamos. Para ser sinceros, yo no es que odie a Andrés, pero tiene un nosequé que no me deja indiferente. Es una persona que logra irritarme con facilidad. Mirándole de cerca puedo ver en él la extroversión y el grado de impulsividad del que yo carezco. Lo definiría como un tipo chulo y fantasma que cae bien a un grupo selecto de gente, al cual yo no pertenezco.

Ocurrió hace pocas semanas en el cumpleaños de Estela. Era un sábado de esos traidores, que prometen mucho frío y acaban dejando en evidencia al hombre del tiempo y demás enterados. La idea era ir a cenar a un japonés,  aunque más que japonés era chino, pero como yo tenía hambre y el lugar lo había elegido Estela, le di el visto bueno. Era un sitio acogedor con las paredes empapeladas de caligrafía oriental, una cinta metálica en el centro donde paseaban los platos y una música propia de Pachá Shangai.   
Nos sentamos de tal manera que Andrés quedó a mi derecha, en el centro de la mesa, pues siempre le ha gustado llamar la atención. Después de llenar sus alrededores con platos que no comería, decidió que ya iba siendo hora de hacerle fotos a la camarera. Yo no estaba seguro de si eso era una buena idea, pues el camarero de detrás de la barra aparte de mafioso parecía algo cabreado. Andrés se levantó, la buscó, la persiguió…  Era una situación surrealista, nadie en la mesa pensó que sería capaz de algo así.
Cuando por fin parecía que iba a guardar su gigantesca cámara de fotos profesional y dejar de hacernos sentir vergüenza ajena, se fijó en una chica muy mona que estaba sentada en una mesa frente a nosotros. Desde mi punto de vista, la chica, que cenaba con su novio tranquilamente, tardó más de la cuenta en irse, cansada de tener un láser enfocándole a la cara. Esta situación me quemaba por dentro, me irritaba, era una gran falta de respeto, pero no me atreví a decirle nada; al fin y al cabo, no era mi hijo, ni tan siquiera un amigo. Es en esos momentos cuando me pregunto qué tipo de infancia ha tenido que sufrir una persona para acabar con una falta de vergüenza insultante, exponiendo sus ideas y deseos en los momentos más inoportunos.
También me lleva a preguntarme si el problema, más que él, somos el resto; hemos olvidado la rebeldía frente al decoro pues; al fin y al cabo, él solo se comporta como un animal salvaje en una sociedad domesticada.