lunes, 17 de enero de 2011

DANIEL COVACHO




TRAS SUS OJOS



Y soñando con sus manos olvidó sus ojos, recordando tantas noches sobre pechos muertos.
Estudió palabras negras, brunas letras él leyó sobre fondo de carbón. Tristes falacias le llenaron, victorias ni pensadas, juegos de niños invisibles, alegrías en pilares de cristal. Morfeo cerró los ojos.
Levantándose de la cama saludó a la luna con estrellas alumbrando la penumbra. Los pendientes del trofeo cuatrocientos sonreían y adornaban la mesilla. Entonces escuchó la ducha, abierta desde antes de dejar el sueño. El baño, recibió sus pasos.
Contempló su rostro en el espejo ensangrentado, no sabía quién vivía tras sus ojos.

jueves, 13 de enero de 2011

JESÚS TORNÉ - MENSAJE



mensaje
¿Y de todos ellos, ¿quién me desea este sosiego pleno que llaman felicidad? ¿Es el propietario de la voz, que se refiere a si mismo en plural? ¿Es el autor de los brocados, servilletas, fundas de cojín, pátinas de eróticos dedos para cubrirte, que se venden de diez a nueve muy cerca de tu casa? ¿O es el que desde su butaca autoriza mensajes por lotes y comisiones desafectas, el que ordena a través de sus arterias columnas de música, capiteles de voz, dinteles de campanas para que tú lo escuches, como hoy, frente a ventanas que escupen bosques de papeleras?
Cruzaré ese mensaje con el cochero, frío como cromos oficiales. Convencido de que no son pátinas eróticas lo que busca, sino alientos que empañen sus cristales. El sosiego pleno.


JESÚS TORNÉ

MARGA ESCANDELL


La carretera

Mamá Lola era una buena mujer.
Cada jueves, después de colocar la compra del mercado, salía a la calle con unas cervezas bien frías para los obreros que trabajaban en la ampliación de la carretera.
Con apenas  cinco años, Mamá Lola fue internada en el colegio de las monjas Jerónimas de Alcantarilla. Allí recibió una educación roída por el dogma de la religión católica: aprendió a obedecer los designios del Señor, a llevar una vida de recogimiento y, sobre todo, a ocupar el lugar que, como mujer, el mundo le tenía reservado. Fueron los años de casada los que la alejaron de su educación religiosa. Sin embargo, a sus hijos y a los hijos de las putas de sus maridos nos intentó educar bajo los preceptos de la moral cristiana.
Se había alejado tanto de aquella primera educación que el ritual de los jueves tenía muy poco que ver con la caridad y la compasión. Más bien respondía al deseo de que, el componente secreto que Mamá Lola agregaba a las cervezas, surtiera efecto en los obreros y así conseguir paralizar la construcción de la milla de asfalto que pronto tendríamos como vecina.
Fue una noche por la época en que construían la carretera. Mamá Lola me cogió entre sus brazos aplastándome la cara contra su pecho mientras, al son de una antigua nana, se balanceaba para que me durmiera. El dulce balanceo sumergió mi cara entre sus más que generosos pechos llegando hasta la profundidad del surco. Allí encontré algo duro que rozó mi mejilla. Se trataba de un pequeño saco de tela que Mamá Lola llevaba colgado al cuello. Nunca me había fijado en él puesto que siempre lo llevaba escondido bajo la ropa.
–¿Qué hay dentro del saquito, Mamá Lola?
Mamá Lola lo abrió con cuidado y vertió su contenido sobre la mesita de noche. Eran dientes y muelas de oro. ¡Oro!
–Son nuestros ahorros.
–¿Cómo los conseguiste?
–Luchando, cariño, luchando.
Entonces, Mamá Lola me empezó a contar cómo conoció a su primer marido, con el que tuvo tres hijos. Su esposo la abandonaba con los niños durante semanas. Cuando volvía se portaba muy mal con ellos y si encontraba algo que no era de su agrado volvía a marcharse. Así aguantó diez años. Bueno, porque el Señor así lo dispuso llevándose a su marido que murió, al parecer, por una intoxicación alimentaria.
Después, Mamá Lola consiguió desposarse con un empresario del ferrocarril del que se rumoreaba que era sarasa. Con él tuvo un hijo. Sus continuos viajes a Barcelona lo mantenían alejado del hogar largas temporadas. Lo que mejor recordaba Mamá Lola de él era que no le dejaba cocinar nada que en vida hubiera tenido plumas, una de sus múltiples manías culinarias. El empresario murió trágicamente en un accidente doméstico: resbaló y cayó al suelo con tan mala suerte que el trinchante que utilizaba para cortar el pavo de Navidad le perforó el corazón.
–Fue el mejor… el mejor de los hombres…
Mamá Lola salió adelante y se casó con un militar. Con él tuvo cinco hijos. Aunque  el sueldo de militar no daba para muchos lujos, nunca les faltó una hogaza de pan que  llevarse a la boca. Ni a sus cinco hijos, ni a los tres de su primer matrimonio, ni al hijo del segundo matrimonio. Y tampoco a los dos hijos bastardos de su primer marido que un día se presentaron en casa con un cartel colgado del cuello con el nombre de Mamá Lola y una breve biografía. El militar, que había aceptado acoger a los otros hijos de Mamá Lola con reticencias, no disimuló su indignación ante tal desorden; “esto ya parece más un hospicio que una casa como Dios manda, no tengo por qué hacerme cargo de los errores de sinvergüenzas”, gritaba enfurecido dando vueltas por el salón. Esa noche el militar falleció por un descuido fatal: una bala le atravesó el cráneo mientras limpiaba una de sus armas.
Una semana después, mis tres hermanos y yo llegamos a casa de Mamá Lola quien no se sorprendió de la visita puesto que ya se imaginaba cuál era el motivo: al parecer el militar era nuestro padre.
Pese a que de sus tres matrimonios solo obtuvo recuerdos para desechar y un puñado de implantes de oro, Mamá Lola aprendió más de los hombres que de las Jerónimas: aprendió a sobrevivir en un mundo adverso y a luchar por aquello que la hacía feliz. Por eso, cada vez que paso por esta carretera me acuerdo de Mamá Lola y lo buena que fue con todos nosotros.



Marga Escandell