sábado, 6 de noviembre de 2010

LA CENA - RONNIE RADÓ



La cena



Una vez oí de alguien más inteligente que yo que el odio no es más que nuestra proyección frustrada en otra persona. El odio se enciende cuando inconscientemente tratamos de ver en el otro sujeto rasgos nuestros, y el resultado no es el que desearíamos. Para ser sinceros, yo no es que odie a Andrés, pero tiene un nosequé que no me deja indiferente. Es una persona que logra irritarme con facilidad. Mirándole de cerca puedo ver en él la extroversión y el grado de impulsividad del que yo carezco. Lo definiría como un tipo chulo y fantasma que cae bien a un grupo selecto de gente, al cual yo no pertenezco.

Ocurrió hace pocas semanas en el cumpleaños de Estela. Era un sábado de esos traidores, que prometen mucho frío y acaban dejando en evidencia al hombre del tiempo y demás enterados. La idea era ir a cenar a un japonés,  aunque más que japonés era chino, pero como yo tenía hambre y el lugar lo había elegido Estela, le di el visto bueno. Era un sitio acogedor con las paredes empapeladas de caligrafía oriental, una cinta metálica en el centro donde paseaban los platos y una música propia de Pachá Shangai.   
Nos sentamos de tal manera que Andrés quedó a mi derecha, en el centro de la mesa, pues siempre le ha gustado llamar la atención. Después de llenar sus alrededores con platos que no comería, decidió que ya iba siendo hora de hacerle fotos a la camarera. Yo no estaba seguro de si eso era una buena idea, pues el camarero de detrás de la barra aparte de mafioso parecía algo cabreado. Andrés se levantó, la buscó, la persiguió…  Era una situación surrealista, nadie en la mesa pensó que sería capaz de algo así.
Cuando por fin parecía que iba a guardar su gigantesca cámara de fotos profesional y dejar de hacernos sentir vergüenza ajena, se fijó en una chica muy mona que estaba sentada en una mesa frente a nosotros. Desde mi punto de vista, la chica, que cenaba con su novio tranquilamente, tardó más de la cuenta en irse, cansada de tener un láser enfocándole a la cara. Esta situación me quemaba por dentro, me irritaba, era una gran falta de respeto, pero no me atreví a decirle nada; al fin y al cabo, no era mi hijo, ni tan siquiera un amigo. Es en esos momentos cuando me pregunto qué tipo de infancia ha tenido que sufrir una persona para acabar con una falta de vergüenza insultante, exponiendo sus ideas y deseos en los momentos más inoportunos.
También me lleva a preguntarme si el problema, más que él, somos el resto; hemos olvidado la rebeldía frente al decoro pues; al fin y al cabo, él solo se comporta como un animal salvaje en una sociedad domesticada.


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