miércoles, 23 de marzo de 2011

JOAN MARQUÉS - UNA VENTANA ABIERTA AL MAR



UNA VENTANA ABIERTA AL MAR




Allí, sentada cabizbaja en la penumbra de la habitación con Marcelo reposando sobre sus rodillas, Tristana no sentía pena; le hubiese gustado derramar alguna lágrima, más por placer que por angustia.
Cuando lo conoció pensó que era el hombre que siempre había deseado. Mucho mayor que ella, con porte elegante, guapo y deseado por  infinidad de mujeres que coqueteaban con sus  galanterías y piropos.
La colmaba de atenciones, le hacía regalos caros y la llevaba a cenar y luego a bailar a los mejores sitios. Esto ocurrió durante los tres primeros años de casados.
Después todo cambió, empezó a llegar más tarde que de costumbre y olía a otra piel. Tristana aceptaba con resignación aquellas escapadas de Marcelo  haciéndose la ignorante y fingiendo que creía sus excusas.
Cuando la relación con su amante se rompió empezaron los reproches y los malos tratos. Llegaba borracho a casa y Tristana procuraba estar en la cama haciéndose la dormida para que no descargara su ira sobre ella.
Después, los momentos en que parecía que la vida continuaba sin ningún tropiezo, como si todo estuviera olvidado.
–Tristanita, venga, dame unas friegas en las piernas como tú sabes y luego córtame las uñas de los pies –decía con voz convincente.
­–Ahora no puedo, tengo que terminar de poner la lavadora y planchar esta pila de ropa –se excusaba intentando evadirse de algo que le desagradaba soberanamente.
  –Vamos Tristanita ¿Tanto te cuesta barrer unos insignificantes cadáveres de golondrinas? –insistía él con tono dulzón.
Tristana no podía soportar oír aquella sempiterna frase empalagosa que le quedaba colgada del paladar cuando Marcelo se proponía algo.
Luego llegó el embarazo, fruto de una de tantas violaciones consentidas, y después  el aborto a consecuencia de una paliza que la dejó media muerta.
En el fondo Tristana nunca había querido tener aquella criatura, no era fruto del amor.  Ella que siempre había deseado tener niños ahora se sentía aliviada por no ser madre.
Lo peor de todo fue cuando le dio la embolia. Al quedarse paralizado del lado derecho todo se lo tenía que hacer y preparar. Darle de comer, vestirlo, limpiarlo… Al menos, en aquel estado no podía pegarle, en algo había mejorado, pero cuando se iba a la cama caía rendida hasta que sonaba el despertador.
Y así hasta aquella mañana en que se sentía diferente, sin pena, sin remordimientos, incluso se sentía liberada. Tal vez era un sueño del que volvería a despertarse y se encontraría otra vez metida en la rutina y el tormento diario, pero no, había pasado y se encontraba libre de aquel funesto peso.
Con una sonrisa en los labios se levantó con la urna entre las manos, se dirigió al baño y levantando la tapa del váter echó las cenizas y tiró de la cadena. Luego abrió la ventana de par en par y dejó que la luz del Mediterráneo entrara a raudales.


Joan Marquès

jueves, 17 de marzo de 2011

DAVID MARQUÉS


RARA AVIS



“Ya lo tenemos aquí”, pienso con sarcasmo al verlo aparecer, “a ver en qué plan viene,  que este cambia como un camaleón”. Entro en la habitación y allí estamos los dos, uno frente al otro, nos quedamos largo rato en silencio, meditando. “Qué tipo tan insoportable cuando se lo propone. Tan flemático, como si todo le resbalase y luego todo le afecta”. Se nos escapa una leve sonrisa a ambos, como si supiéramos lo que está pensando el otro. Sigo imbuido en mis reflexiones durante lo que me parece una eternidad; y mientras tanto, pienso: “te crees que eres alguien especial, una rara avis que planea solitaria por el mundo, cuando la realidad es que estás solo y que te morirías por tener gente a tu lado que te quisiera y te apreciase; una chica, amigos, qué sé yo, pero eres demasiado altivo para reconocerlo. Prefieres representar toda tu vida ese papel de antisocial inadaptado antes que suplicar un poco de ayuda ¿no es cierto?”
Una sombra de tristeza asoma por su cara, me siento culpable por pensar así, la vida  ha sido difícil para mi interlocutor, demasiada soledad y muchos desengaños para ser tan joven. ¿Qué le pasa?, esto es la vida, no ha perdido nada irrecuperable y  hay tiempo de sobra para reponerse.
–¿Te crees que las cosas vienen solas? ¿A qué esperas para reaccionar?, hay un montón de gente por las calles, un montón de mujeres, de actividades, queda tanto por hacer, pero has de olvidar esa pose de sobrado y ser tu mismo.
Asiento levemente con la cabeza y él imita el gesto con cortesía. De pronto pienso: “qué narices estoy haciendo aquí, si no hay manera de ayudar a este cabezota”. Volvemos a mirarnos, no hay nada más que hablar por el momento. “Ya te pillaré”,  me digo. Me aparto de delante del espejo y bajo a cenar. La sopa de mamá huele de maravilla.




viernes, 4 de marzo de 2011

REBECA ARGUDO - EL RESCATE




EL RESCATE


Andrés no salía de su asombro. Así que, tras barajar diversas posibilidades y descartarlas todas por poco factibles, tomamos una determinación: Si Andrés no salía de su asombro, entraríamos nosotros.
Aunque ninguno sabía muy bien cómo llegar hasta el asombro de Andrés, no nos dimos por vencidos fácilmente.
Al llegar al asombro vimos que, más que un asombro, parecía un bloque de apartamentos. Uno bastante feo, por cierto. No es que fuésemos expertos en asombros. De hecho, no teníamos ni idea de cómo sería el de Andrés, pues ninguno de nosotros había estado jamás en un asombro que no fuera el suyo propio. Sí sabemos diferenciar entre un bloque de apartamentos bonito y uno feo. Este era bastante feo. Buscamos el nombre de Andrés entre las hileras de timbres y pulsamos.
–¿Quién es?
–Venimos a sacarte de ahí –contestó Julián, autoritario, en nombre de todos. Asentimos con aprobación. Silencio. Nos miramos entre nosotros. Silencio. Miramos el timbre. Miramos a una señora que pasaba. Silencio. De repente, se abrió la puerta con un sonido afónico.
–Subid vosotros –dijo la voz de Andrés.
Al llegar al quinto piso, Andrés nos estaba esperando en el descansillo. Llevaba una bata de raso color vino, unas pantuflas viejas con calcetines y tenía una copa de coñac en la mano. Nos invitó a pasar. Dentro, el asombro de Andrés no mejoraba mucho. Olía a húmedo, no había demasiada luz y los muebles eran viejos. Miguel metió el pie en una caja de pizza tirada en el suelo, Julián se golpeó con una mesa rota, yo tropecé con un pequeño taburete tapizado en un estampado horroroso. Aquel asombro era un desastre.
Más de hora y media necesitamos para convencer a Andrés de que debía salir de aquel asombro apestoso. Llamamos a su madre, a su ex novia, a un primo lejano que vive en Sri Lanka y nada. Tratamos de hablarle, tratamos de escucharle, tratamos de golpearle… Le hicimos cosquillas, le masajeamos los hombros, hicimos un bizcocho… Ya no sabíamos qué hacer. Lo habíamos probado todo. Habían pasado ya noventa interminables minutos cuando Andrés desa-pareció por una puerta que nadie había visto antes. Apareció minutos después con unos vaqueros y una camiseta. Salimos a la calle detrás de él. Actuaba como si nada hubiera pasado y, ante tal comportamiento, éramos nosotros los que no salíamos de nuestro asombro.
De eso hace tres meses, ocho días, trece horas y veinticinco minutos. Y aquí seguimos. Nadie ha venido a buscarnos. Ni siquiera Andrés. Aunque nuestro asombro es mucho más ordenado y luminoso, lo que hace más llevadera la espera. Nos hemos repartido las tareas. Miguel cocina de miedo, Julián canta como los ángeles y yo limpio, friego y ordeno con una soltura que da gusto verme. Llevamos bastante bien la convivencia. Aunque al final del día, cuando nos damos las buenas noches con besos en la frente y nos arropamos los unos a los otros, siempre miramos de reojo las batas de seda color vino, las pantuflas viejas y las copas de coñac que tenemos preparadas tras la puerta. Para cuando llegue el momento de esperar a alguien en el descansillo.



jueves, 3 de marzo de 2011

EVA PASCUAL RODRIGO - DIÁLOGOS EN SI MENOR


Diálogos en Si menor




–Biblioteca pública, buenos días.
–Hola, ¿aquí es dónde reparan cadenas de música?
–No, señora. Esto es una biblioteca, debe haber confundido el teléfono.
–Pero, eso ¿es la biblioteca de Gracia?
–Sí, es la biblioteca de Gracia, de Vía Desiderata.
–Entonces, reparan equipos de música...
–No, no, nosotros no reparamos equipos, aquí se prestan libros, revistas, películas...
–¡Claro!, mi hijo es socio de esa biblioteca.
–¿Es para hacer una renovación? Si me dice su código de usuario le puedo mirar la ficha.
–¿Qué código?, mi hijo trajo unos cedetes de música de Gracia.
–El material multimedia no se puede renovar, es una semana de plazo, tendrá que traerlos o le pondrán una suspensión.
–Llevaré la cadena de música porque los DVD estaban en mal estado y ahora la cadena ¡ya no funciona!
–Nosotros no reparamos equipos de música, no es culpa del material de la biblioteca, sino del uso que se haga de él.
¡Por supuesto que tienen que repararme la cadena!, es un servicio público y si me han estropeado la cadena me la tendrán que arreglar o comprarme otra.
–Señora, no grite, la biblioteca no se hace responsable de su equipo, nosotros solo cedemos en préstamo un material que...
–¡Está en mal estado!, le doy al botón y no sale, así que ya me dirá usted qué hago yo ahora, ¡vaya servicio público que dan!
–Lo siento señora, pero no podemos arreglarle la cadena.
–Pues me pasa ahora mismo con un responsable, ¡esto es indignante!, la administración va de mal en peor!
–Un momento, por favor.
 Menuda mañana, si vuelve a sonar una vez más el teléfono creo que lo estamparé contra la pared.
 Necesito un café con urgencia, ¡ya! No he podido catalogar ni diez libros, y mucho menos ponerme con las estadísticas del Ministerio. No lo entiendo, al final siempre me ocurre igual, todo se me viene encima en el último minuto.
–Biblioteca, buenos días.
–¿Con quién hablo?
–Con Lucía de la biblioteca de Gracia.
–A ver Lucía, estoy buscando un libro sobre los romanos.
–Sí, ¿puede decirme el título o el autor para buscar a ver si lo tenemos?
Los romanos.
–Un momento... Con este título me salen 67 documentos en nuestra biblioteca, ¿no conoce el autor del mismo o la editorial?
–Sí, es un libro con tapas azules.
–...
–Y una foto de un legionario romano
–Pues creo que este libro ahora mismo no lo tenemos en la biblioteca.
–¡Pero si me lo llevé la semana pasada!
–¿Entonces quiere hacer una renovación? Si me dice su código de usuario...
–Pero, ¿lo tienen en la biblioteca?
–¿No lo tiene usted en préstamo?
–No, no, yo ya lo devolví, es por saber si lo tienen ahora en la biblioteca.
–Ah, sí, sí, el ordenador me dice que sí que lo tenemos.
–¿El de los romanos?
–Sí, ese con tapas azules.
–Bien, pues pasaré la semana que viene a por él.
–Perfecto, puede pasar a por él...
–¿Qué horario tienen ahí?
–De 9 de la mañana a 8 de la tarde.
–Vale.


–Un café. Hoy que sea en vena, por favor.



PAULA ENSENYAT - EL GRAN CHEF



El gran chef



“Mírate, quién te lo iba a decir, a ti, a un camarero de café de barrio. Mírate, aquí estás, en la zona más selecta de París, cocinando exquisiteces para los comensales que vienen  a la ciudad  a degustar tus creaciones”.
La mirada de Félix irradia orgullo. Observa su rostro en el reflejo de la cacerola que cuelga sobre su cabeza. De pronto, su mirada se oscurece, es hora de ponerse en marcha, es hora de cocinar.
El chef mete una de sus manos en el bolsillo del delantal y, al hacerlo, su semblante se transforma. Atrás quedan las ideas que ocupaban su pensamiento hace tan solo unos instantes. Se contraen las facciones de su rostro, su mirada empieza a hervir, unas finas gotas de sudor comienzan a cubrir su frente y a empapar sus manos. “¡No está!... no puede ser, no puede ser,  repite una y otra vez para sus adentros.
Su cambio de ánimo puede palparse en todos y cada uno de los rincones de la cocina; los ayudantes se quedan inmóviles, como petrificados y, en sus miradas, puede observarse cómo el pánico va aumentando por momentos.  El suave hilo musical se escucha ahora como un estridente y molesto ruido, incluso el fuego que emerge de los fogones ha cambiado, sus llamas se muestran ahora ofensivas, casi iracundas.
Los trabajadores retroceden hasta concentrarse en el rincón más oscuro de la estancia. Félix va de un lado a otro abriendo y cerrando cajones y  puertas.
–¿Dónde está? No puede haber desaparecido. ¡Lo necesito! ¿Cómo voy a cocinar sin él? –Grita una y otra vez.
En un abrir y cerrar de ojos, la cocina pasa a ser un revoltijo de puertas abiertas, de ollas y sartenes revueltas y, el suelo, siempre impoluto, aparece ahora lleno de trapos y demás enseres culinarios mientras el chef sigue dando vueltas y aporreando todo cuanto tiene a su alcance.
–Don Félix… Aquí está, aquí está, tranquilo, aquí lo tiene.
El ayudante, conteniendo la respiración,  le ofrece el frasco que tiene entre las manos.
El chef lo abre con suma delicadeza, toma una pequeña cantidad de ungüento con el dedo índice y lo aplica debajo de su nariz mientras aspira con ansia el  aroma del mentol. Acto seguido, se pone manos a la obra.
Todos continúan con su trabajo. Mientras Félix se afana entre los fogones, los ayudantes se esfuerzan en proporcionarle todo lo necesario para que pueda elaborar sus recetas.
Nadie es consciente de la cantidad de recuerdos que le trae ese aroma a mentol:
–Félix, cariño, no resisto este dolor. ¿Puedes darme un masaje?
–Sí, abuela. Ahora mismo voy a buscar tu medicina.
El pequeño Félix corre a buscar el ungüento. Sabe que cuando ella se lo pide, es porque siente mucho dolor  y  no le gusta verla sufrir. Además, el aroma a mentol le gusta mucho.
–Ya estoy aquí, abuela, ya verás como en seguida te sentirás mejor.
–Muchas gracias, hijo… Dime, ¿dónde está tu madre? Hoy no la he visto en todo el día.
–Mamá está muy ocupada haciendo la colada en el río. No creo que vuelva hasta la noche –dijo, escondiendo la carita entre las rodillas de su abuela. No le gusta mentir, pero no puede dejar que la anciana descubra la razón por la que su hija desa-parece durante días.
“No, no puedo permitir que sepas que mamá está tan bebida que no puede levantarse de la cama”.
–Entonces hoy tampoco habrá podido cocinar, ¿verdad, hijo?
–No abuela, hoy tampoco ha podido cocinar. ¿Tienes hambre, quieres que te traiga unas galletas?
–Vale, cariño… Unas galletas y un vasito de leche. No olvides preparar un vaso para ti también.
–Sí, ahora mismo preparo dos vasos de leche con galletas y nos las tomamos juntos. –Le responde dirigiéndose a la cocina mientras aspira el mentol que impregna sus manos...

–Don Félix… disculpe, don Félix. Se le ha caído el frasquito –dice el ayudante señalando al suelo.
Félix se apresura a recoger el frasco y, tras contemplarlo unos segundos, vuelve a meterlo en el bolsillo del delantal.
“Bendito mentol, si no fuera por ti jamás habría llegado a ser el gran chef que soy. Jamás habría podido cumplir la promesa que le hice a mi abuela cuando tenía diez años”:
–No te preocupes abuela, aprenderé a cocinar. Seré el mejor cocinero del mundo y no tendrás que volver a pasar ni un solo día tomando leche con galletas.
–Ay cariño, no te preocupes por eso, a mí me gusta mucho la leche con galletas. Además, tú no soportas el olor de la comida. ¿Ya has olvidado que los días en los que tu madre puede cocinar y no sales a la calle porque hace mal tiempo te pasas el rato vomitando?
–No, no lo he olvidado abuela pero tú no te preocupes, lo conseguiré. Una promesa es una promesa ¿o no?, –dijo el chiquillo cruzando su índice derecho con el de su abuela.
Félix sigue inmerso en sus recuerdos, en el comedor todas las miradas se concentran en las puertas giratorias. En ese preciso instante, un camarero sale de la cocina portando una bandeja de plata con una comanda que han pedido hace ya más de una hora.
En cuanto el camarero les sirve, empiezan a comer. Todos coinciden en que la comida es realmente exquisita y alaban la gran originalidad del chef al combinar deliciosamente los sorbetes de frutas con un ligero toque de mentol.