viernes, 4 de marzo de 2011

REBECA ARGUDO - EL RESCATE




EL RESCATE


Andrés no salía de su asombro. Así que, tras barajar diversas posibilidades y descartarlas todas por poco factibles, tomamos una determinación: Si Andrés no salía de su asombro, entraríamos nosotros.
Aunque ninguno sabía muy bien cómo llegar hasta el asombro de Andrés, no nos dimos por vencidos fácilmente.
Al llegar al asombro vimos que, más que un asombro, parecía un bloque de apartamentos. Uno bastante feo, por cierto. No es que fuésemos expertos en asombros. De hecho, no teníamos ni idea de cómo sería el de Andrés, pues ninguno de nosotros había estado jamás en un asombro que no fuera el suyo propio. Sí sabemos diferenciar entre un bloque de apartamentos bonito y uno feo. Este era bastante feo. Buscamos el nombre de Andrés entre las hileras de timbres y pulsamos.
–¿Quién es?
–Venimos a sacarte de ahí –contestó Julián, autoritario, en nombre de todos. Asentimos con aprobación. Silencio. Nos miramos entre nosotros. Silencio. Miramos el timbre. Miramos a una señora que pasaba. Silencio. De repente, se abrió la puerta con un sonido afónico.
–Subid vosotros –dijo la voz de Andrés.
Al llegar al quinto piso, Andrés nos estaba esperando en el descansillo. Llevaba una bata de raso color vino, unas pantuflas viejas con calcetines y tenía una copa de coñac en la mano. Nos invitó a pasar. Dentro, el asombro de Andrés no mejoraba mucho. Olía a húmedo, no había demasiada luz y los muebles eran viejos. Miguel metió el pie en una caja de pizza tirada en el suelo, Julián se golpeó con una mesa rota, yo tropecé con un pequeño taburete tapizado en un estampado horroroso. Aquel asombro era un desastre.
Más de hora y media necesitamos para convencer a Andrés de que debía salir de aquel asombro apestoso. Llamamos a su madre, a su ex novia, a un primo lejano que vive en Sri Lanka y nada. Tratamos de hablarle, tratamos de escucharle, tratamos de golpearle… Le hicimos cosquillas, le masajeamos los hombros, hicimos un bizcocho… Ya no sabíamos qué hacer. Lo habíamos probado todo. Habían pasado ya noventa interminables minutos cuando Andrés desa-pareció por una puerta que nadie había visto antes. Apareció minutos después con unos vaqueros y una camiseta. Salimos a la calle detrás de él. Actuaba como si nada hubiera pasado y, ante tal comportamiento, éramos nosotros los que no salíamos de nuestro asombro.
De eso hace tres meses, ocho días, trece horas y veinticinco minutos. Y aquí seguimos. Nadie ha venido a buscarnos. Ni siquiera Andrés. Aunque nuestro asombro es mucho más ordenado y luminoso, lo que hace más llevadera la espera. Nos hemos repartido las tareas. Miguel cocina de miedo, Julián canta como los ángeles y yo limpio, friego y ordeno con una soltura que da gusto verme. Llevamos bastante bien la convivencia. Aunque al final del día, cuando nos damos las buenas noches con besos en la frente y nos arropamos los unos a los otros, siempre miramos de reojo las batas de seda color vino, las pantuflas viejas y las copas de coñac que tenemos preparadas tras la puerta. Para cuando llegue el momento de esperar a alguien en el descansillo.



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